La danza total, con cada elemento siendo parte del movimiento rítmico, sin distracción, pero tampoco exigencia. Colores por toda la habitación; un arcoíris derretido, hecho magma entre las paredes que son los límites invisibles del universo, eso que resulta imposible imaginar para la mente racional. Nebulosas de brillos con celeridades variantes. Tonalidades vivaces que se entremezclan, diversas formas amorfas en la distancia sin límites, como colores en sí mismos, ellos eran las vibraciones de un cuadro de Kandinsky: la pasión del rojo se fusionaba con la suavidad del violeta, compartida con un amarillo de cálida frescura.
Esa era la paleta de colores que no había sido formada por ninguna otra paleta, algo impensable para la historia, ese era el punto de partida.
Esa otra caverna de Platón, desde allí se proyectaban las sombras de su vida, ya que todos los amores que verían, serían sólo escenas de lo que sucedía en ese instante en esa habitación. La pieza originaria, la cueva platónica matriz de todos los cuartos en los que dejarían sudor los años posteriores –agua salada, nada más. Toda esa luz sería el útero de las demás luces de sus existencias. Esto era la luminosidad sin explicación físico-química; las otras, serían iluminaciones que proyectan sombra. El resto de sus experiencias amorosas, serían nada más que eso, resto, repeticiones de fragmentos de lo que nacía en ese espacio sin dimensiones aislado del universo euclidiano.
No importaba saber qué era eso, pues nada se le parecía.
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